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Son
casi cuatro años los que han pasado desde que dejé Tijuana, mi casa, mis
amigos, mi familia. Mientras el tiempo sigue su curso, la sensación y los efectos
que nacen de manera personal, son tan variados como simples. Sentimientos tan
profundos y superficial, tan encontrados como descubiertos.
Cuando
estaba en mi frontera querida, escuchando a quienes cambiaban de residencia, me
cuestioné muchas veces el porqué se iban si terminaban por extrañar ¿Para qué
sufrir? ¿Qué necesidad? ¿ Qué les hacía moverse? Regresando por lo general en
diciembre a su tierra como si se tratara de un viaje excepcional a su casa. A las fiesta de navidad, de año nuevo. Del mes
familiar.
Hoy
pienso diferente. ¿Por qué no nos movemos más? ¿Por qué cuesta tanto alejarte? Es
nuestra naturaleza ser nómadas, vivir en el mundo, ser de él y adueñarnos de
todos los elementos naturales y sociales que nos da, nos regala, nos engloba. Pueden
cambiar las preguntas pero no desaparecen. Sigo cuestionando las razones que te
hacen moverte, las razones por las que te quedas. Por las que me fui.
Como
todo en la vida, disfrutas mucho tener movilidad pero también sufres, conoces
gente pero te alejas de quienes ya conocías; te abre puertas pero dejas otras
abiertas atrás; viajar tiene efectos
secundarios. Te vuelve solitario, te abre un mundo pero te pierdes de otro.
Bien dicen por ahí que no hay felicidad completa. Mientras más viajas, más
quieres seguir haciéndolo, es mi caso, pero a la vez, también te pierdes
tratando de encontrarte.
Este
año, mi hermana se gradúo de la preparatoria, cumplió 18 de edad, votó por
primera vez y entró a su primer bar, como si no fuera suficiente, decidió su
carreta y entró a la universidad. No estuve ahí. Viviendo un año transcendental
en su vida que no volverá.
Han
sido cuatro años de distancia, agarrándome de las uñas (redes sociales) para no
irme, permanecer, estar. No ser olvidada de las invitaciones de boda, de los
cumpleaños, de los aniversarios, de los baby showers, de las piñatas. Viajar..
también quita. Viajar, también duele, maldito arraigo.
Cuando
cumplí 30 años, la pasé sentada en la arena de la Barceloneta, eran las seis de
la tarde y el sol parecía de las dos. Poco a poco iba desapareciendo y con él,
mis sensaciones de salir de los veintes, de entrar a los treinta, de estar sola
en Barcelona, en otro continente, en otro país y si bien, no lo entendía del
todo... estaba lejos. Muchos podrán decir y compartir, lo que yo me dije a mi
misma: Estás donde querías estar, en un momento que no lo imaginaste. Pero
sintiendo emociones contradictorias, contrastantes.
Cuestiono
el arraigo, el vivir en una familia ya no precisamente tradicional, sino en un
concepto familiar que nace y se mantiene de la unión, de la cercanía, la
presencia física como forma de interés y preocupación, apoyo y compañía. La
familia como institución que te permite sentirte apoyado y necesitado. Me
cuestiono el nivel de arraigo de las familias, ya no mexicanas… de las familias
y lo que esto conlleva en el crecimiento personal, en la independencia.
No
saldré en las fotos de varias bodas, ni que decir cumpleaños, nacimientos, hasta
el celebrar algún divorcio, en fin… momentos. En este tiempo, por otra parte,
conocí Catania, Marruecos, Barcelona, Andalucía, Distrito Federal, Oaxaca,
Chiapas, Michoacán, Aguascalientes... en fin, me he paseado y reflexionado a
tal grado que aclaras dudas pero, que como conejos, se multiplican por otras.
¿Si
tuviera hijos les enseñaría a ser desarraigados? ¿Cómo sería si fuera más
desarraigada? ¿Qué me movería si no pensara en regresar a Tijuana? ¿A qué
regresas cuándo te vas?
@ArleneBayliss