“Viajar es establecer una conexión entre el mundo exterior y la identidad del que se traslada”, apunta la escritora, viajera y profesora universitaria Patricia Almarcegui. Un conjunto de palabras, una exposición breve de lo esencial que bien podrían concentrar la sustancia de unas páginas hoy convertidas en un referente de la literatura de viajes.
Un ejercicio de geografías subjetivas, de percepciones espaciales que sucumben al atractivo imantado del trazado original de una búsqueda, una exploración que profundiza y se detiene en las maravillas del camino. Un camino que se torna en un destino en sí mismo, sin sentir la necesidad de llegar. Un peregrinaje que recupera el sentido primitivo del término viajar, aquel que se refiere a la acción de trasladarse de un lugar a otro. Una distancia, un medio de transporte. Dos ingredientes indisociables de unas páginas que nos empujan a una lectura compulsiva conformada por la magia de la realidad vivida y el género literario. Páginas de intenciones descriptivas e impulsos subjetivos que entretejen un tejido genuino.
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Una geografía de ‘ventanilla’, un encuadre delimitado por un marco que retiene escenas a través de la mirada de quien se encuentra al otro lado. “[…] Pero no sabe (¿cómo podría saberlo?) que las escenas que se suceden a través de la ventanilla del tren, desde la Victoria Station hasta Tokyo Central, no es nada comparado con el cambio que se opera en sí mismo, y que escribir sobre viajes, que al comienzo resulta sin duda divertido, pasa de ser periodismo a ser ficción y llega, casi con la misma rapidez que el “Kodama Eco”, a convertirse en autobiografía. Desde ahí cualquier viaje ulterior va en línea recta hacia la confesión, hacia un desconcertante monólogo en un bazar desierto”.
Por su forma, por su contenido, por su estilo, por la importancia que ha tenido y tiene. En definitiva, por el lugar que ocupa en el género de la literatura de viajes. Motivos de sobra para zambullirse en la lectura de 'El gran bazar del ferrocarril' de Paul Theroux.