21 de abril de 2012

Pausa en Las Negras


Levanta la vista un segundo para mirar la hora del teléfono por quinta vez en el último minuto. En esos intervalos consigue leer por encima los titulares de la pasada jornada mientras en dos sorbos ha terminado su café. Sería la misma rutina de cada día si no fuera por que esta mañana se dispone a viajar. En unas horas él y su familia estarán muy lejos de casa. Pero todavía no es consciente del lugar que les espera.

Las urgencias del día a día son lo que impiden, algunas veces, tomarse el descanso necesario, un momento de reflexión, antes de emprender cualquier viaje. Pero lejos de esta pausa, emprenden el camino hacia el sur, saliendo por la Diagonal de Barcelona como otros cientos de miles de vehículos el mismo día, y acarreando una maleta llena de notas mentales y quebraderos de cabeza. 

Al caer la noche llegan a su destino, o al menos eso indica la voz del todavía despierto GPS. Una luna tímida, medio escondida, les recibe mostrando las sombras de un paisaje redondeado por el viento. 



Tras el largo y merecido descanso, la misma inercia de siempre lo levanta de la cama y le hace andar en busca de un café y un periódico. Pero al sentarse en la terraza del bar, levanta la vista por primera vez y queda totalmente abducido al instante.

Se acaba de despertar en Las Negras. Una tierra gris quemada por el sol, que esconde bajo la piel un color negro volcánico y cuyas aguas oscuras reflejan todos los colores. El blanco de las casas, el azul intenso del cielo o todos los verdes posibles de cactus y plantas.



Días más tarde su agenda matinal ha cambiado; con la taza humeante y un guiño de complicidad del camarero, se dispone a sentir por última vez los sonidos de La Caleta. Mirando al mar recuerda todos los contrastes que el Cabo de Gata les ha regalado.

La espectacular playa de Las Salinas y su albufera, junto a la memoria de un barrio que vivió tiempos mejores al abrigo de un negocio, el de la sal, que había sido mucho más prospero. Su iglesia, casi terminada de restaurar, deja entrever el inicio de otra riqueza, la de un turismo cada vez mayor, que llega a estas tierras atraído por su gente, sus costumbres y un entorno aun virgen que ralentiza el tiempo.




Otra imagen, la de la resaca del oro de Rodalquilar, cuyas minas y colonia abandonadas han borrado en solo veinte años las huellas de una fiebre que duró más de un siglo. Una especie de pueblo fantasma que esconde, entre otras curiosidades, un jardín botánico y un pequeño museo "geominero" llamado La casa de los Volcanes.

Todavía sigue tomando el café, despacio, mientras escuchando el viento trata de imaginar el canto de las focas monje que cautivaban los pescadores y piratas que se acercaban al Arrecife de las Sirenas, junto al Faro y que terminaron por dar nombre a este Finisterre del sur.

No son las sirenas, ni sus melodías lo que atrapa al viajero en el Cabo de Gata. Es sin duda la pausa que transmite, la forma en que llena los sentidos y vacía la mente para dar lugar a la calma interior, necesaria para seguir avanzando.




Fotografías de Eduard Riera
(copyleft)

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