Siempre pendiente del ir y venir de la gente. Lugar de encuentros y despedidas. De llantos y de alegría.
Corría el año 1862. Desde el comienzo siempre fue refugio de viajeros. Nació siendo catalana, La Catalana, así la llamaron. Entonces comenzaba a abrir los ojos, suavemente cegados por el humo de la incertidumbre de la estación del ferrocarril y de la gente de paso.
En su infancia no mucho podía ofrecer. Sólo un puñado de bebidas bajo un pequeño kiosco para esa gente que se detenía antes de que saliera el tren.
Pasó el tiempo. Con los primeros ramalazos de una adolescencia prematura, se convirtió en una chocolatería. Rezumada con este nuevo encanto, comenzó a atraer a nuevos y más selectos clientes. Así fue que surgió el primer amor que marcaría su vida. Un viajero llamado Serra, catalán, que volvía de muchos años de trabajo en Suiza, se encandiló de esta catalana chocolatera y la llamó Zurich para sentirla aún más suya.
Pero nunca el primer amor es el definitivo. Otro catalán llamado Andreu Valldeperas luchó fuertemente por ella y en 1920 la conquistó. La chocolatería Zurich a partir de entonces y hasta nuestros días sería fiel a esta familia.
Fue el hijo de Andreu quien cambió de género a esta antigua cantina de paso. La transformó en cervecería, en un bar. El Zurich.
Aunque con nombre suizo, este nuevo pero antiguo establecimiento catalán, vio crecer a otro importante punto neurálgico de la ciudad. Allá por el 1925, la plaza de Cataluña empezó a adquirir forma. Puede pensarse que fue ésta la que se construía en torno al Zurich, y la familia Valldeperas supo verlo y adaptarse. Consolidaron el que sería el símbolo del bar, pusieron mesas y sillas en la calle. Le ofrecieron a Barcelona una terraza donde pararse a mirar la vida de la capital.
El Zurich siempre estuvo ligado a su ciudad. Siempre adaptado a los cambios y acontecimientos que en Barcelona se desarrollaban. Fue centro de rebelión. En la Guerra Civil se convirtió en trinchera. Allí se hacían fuertes los miembros del PSUC en un fuego cruzado contra los anarquistas situados en el edificio de Telefónica y allí hubo tiros entre republicanos y franquistas poco después.
Foto: Asier Suescun |
Punto de encuentro
Pero el Zurich siempre fue mucho más que un bar. Mucho más que un sitio donde pararse a tomar algo. Mucho más que un lugar donde refrescarse. Y mucho más que un sitio donde descansar.
Situado en el centro de la ciudad, junto a Las Ramblas y de camino hacia el mar, el Zurich se convirtió en un enclave mágico para todo ciudadano y para miles de viajeros. Por sus mesas y sus aceras pasa todos los días Barcelona, su vida y sus millones de historias.
Allí se detienen los universitarios, allí toman algo los periodistas antes de ir a trabajar. Los amigos cuando van a salir de fiesta se encuentran en el Zurich y, de un tiempo a esta parte, miles de extranjeros, sentados en la terraza, ven cada día a toda esta gente pasar.
Son historias de paso, apoyadas por esa boca de metro construida a las puertas del bar. Decenas de personas cada minuto, cientos a cada hora y miles al cabo del día. Todas ellas esperando esos abrazos, mirando de aquí para allá. Alternando la vista del móvil a la gente que les puede esperar.
Foto: Asier Suescun |
Muchas historias esporádicas que se ven paralizadas cada vez que algo sucede en la plaza.
Esteban Cortés, brasileño y desde hace 20 años encargado del local, nos cuenta que El Zurich y Barcelona nunca serán ajenos el uno con el otro. Cada episodio que vive la ciudad se ve reflejado en la actividad del bar.
Cada Diada Nacional, cada triunfo del Barça, celebrado en la cercana Fuente Canaletas, y cada Huelga General hacen que la multitud congregada en La Plaza Cataluña haga peligrar la terraza y muchas veces tienen que cerrar.
El Zurich es lo primero que conoces cuando llegas a Barcelona, el primer sitio donde te citan para quedar. Nunca nadie lo verá con los mismos ojos que ves un museo y probablemente nadie pregunte por la historia de ese bar. Quizá aquella antigua cantina que creció viendo pasar trenes y gente subir y bajar, esté acostumbrada a que todo el mundo pase por su calle y nadie eche la vista atrás.
Allí quedará siempre la antigua chocolatería La Catalana, guardando cada historia de la gente y siempre de frente a la ciudad. Si algún día alguien por allí se detiene y se pone a observar podrá sentir un guiño de historia, presente y eternidad.